Reflexiones


El matrimonio es un sacramento por el que un hombre y una mujer bautizados se unen desde su libertad, desde ella expresan su consentimiento nacido desde la voluntad de cada uno de los contrayentes para vivir en un alianza de amor y fidelidad (cf. CIC 1625 y 1628). El matrimonio junto al sacramento del orden sacerdotal están “ordenados a la salvación de los demás. Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen mediante el servicio que prestan a los demás” (CIC 1534). Además, este mismo numeral del Catecismo de la Iglesia Católica enseña que sirven para la edificación del Pueblo de Dios. Lo anterior indica la sublimidad del matrimonio y su importancia en el plan de salvación de Dios para todos los hombres. A simple vista solo puede parecer como una institución meramente humana orientada a satisfacer las necesidades afectivas y de complementariedad entre un hombre y una mujer, sin embargo, también tiene un lugar especial en el orden de la creación divina.

Es importante tomar en cuenta la afirmación de la Gaudium et Spes en su numeral 47, pues expone la dimensión del impacto social que tiene la institución matrimonial: “la salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar”. Por ello, es necesaria una defensa ante las nuevas corrientes de pensamiento que impactan directamente sobre su dignidad cuando niegan su verdadero origen y tratan de imponer una finalidad distinta a la del amor fecundo y fiel. El matrimonio, dice el documento conclusivo de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Aparecida, es “signo del amor de Dios por la humanidad y de la entrega de Cristo por su esposa, la Iglesia” (DA 433). Por tanto, el varón y la mujer que han recibido de la Iglesia este don deben luchar por desterrar de su unión conyugal “la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura” (CIC 1606) para lograrlo es necesario acudir a la gracia de Cristo que “amó a su Iglesia y se entregó a si mismo por ella, para santificarla” (cf. Ef 5, 25-26).

 

Características del amor conyugal

1. La unidad e indisolubilidad:

Abarca la vida entera de los esposos: “de manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19, 6; cf. Gn 2, 24). ¿Qué significa que ya no son dos? ¿Acaso quienes se unen conyugalmente pierden su singularidad? Esta unidad se logra, dice la Gaudium et Spes, “por la íntima unión de sus personas y de sus actividades” (GS 48). Ello significa la perfecta conciencia del ser personal de cada conyugue como donación y entrega consciente al otro sin condiciones y dentro del marco del amor profundo y nunca de dominio, utilización o manipulación hacia alguien.  Por la indisolubilidad se sigue que la unión matrimonial es para toda la vida, el hombre no puede separar lo que Dios ha unido (Cf. Mt 19, 6). Entonces, ¿por qué los jóvenes le tienen tanto miedo a esta responsabilidad? (cf. CIC 1644)

En la sociedad actual existe un miedo general al compromiso, el ambiente está dominado por lo desechable, la vida fácil, es decir, sin problemas por qué preocuparse. La persona posee una dignidad inalienable, eso la hace poseedora de un valor incomparable, no es una cosa a la cual se le puede utilizar y luego abandonarla. Esta visión de la vida y de los demás se forja en el hogar, allí se aprende a respetar, a amar y a cuidar a los demás.

2. La fidelidad

¿Cómo puede ser que ante la promesa  de la donación de sí mismos se falte a la palabra dada? El amor no es pasajero siempre tiende a ser definitivo. El verdadero sentido de la fidelidad radica en la fidelidad de Dios a su alianza y de Cristo a la Iglesia. Los esposos están llamados a ser signos en el mundo de esta fidelidad divina (cf. 1646,1647). Ante esta exigencia aparece la fidelidad como una gran dificultad incluso imposible de sobrellevarla. Pero ¿no es el hombre capaz de amar como Dios ama? El hombre tiene la capacidad de amar porque ha sido hecho a su imagen y semejanza y si Dios da el don del matrimonio también da su gracia para llevarlo a cabo. Pero también cuenta la libertad y el deseo de escoger el amor o la mentira y el engaño.

3. La apertura a la fecundidad

El amor tiene la característica de ser fecundo. La procreación y la educación es uno de los fines del matrimonio y su culminación (cf. GS 48). Los esposos están llamados a participar de la obra creadora de Dios. La tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida (cf. CIC 1653). Es una grave responsabilidad la educación y la transmisión de los valores a los hijos, nadie puede suplir esta tarea que corresponde a los padres. La familia se convierte en una fuente de vida plena para la sociedad. La familia es fundamental para la formación de la persona, en otro lugar el crecimiento se atrofia, por eso los esposos deben tomar el lugar que les corresponde. Si no tienen las herramientas adecuadas deben buscar ayuda para desempeñar su trabajo con mayor efectividad.

 
La Iglesia doméstica
 
La familia es el lugar de la transmisión de la fe, es la “Ecclesia domestica” como la llama la Lumen Gentium (n. 11). Sin embargo, esta tarea en la realidad guatemalteca no se lleva a cabo. Esto se debe al desconocimiento de la propia fe y a la falta de convicciones cristianas. La solución es el deseo de formación de parte de los padres para poder transmitir a la familia los valores humanos y cristianos del amor y del perdón. No se debe olvidar la recepción de los sacramentos, la oración, el testimonio de vida y la renuncia (LG 10). Los matrimonios cristianos deben poner empeño en la realización de las tareas que le corresponden dentro de la obra salvadora de Dios en la Iglesia y en el mundo.
 

 

 

María Santísima, Modelo de fortaleza en el seguimiento de Jesús

Por Luis Alfonso Ayala Mazariegos, seminarista

El 15 de septiembre la Iglesia hace memoria de Nuestra Señora de los Dolores. Fiesta de mucho sentir para el pueblo cristiano guatemalteco y oportunidad de crecer en la devoción a María, la Madre del Señor. Sin embargo, es también una ocasión privilegiada para profundizar en la dimensión del discipulado, que en el camino vocacional no deja de tener sus momentos fuertes y difíciles junto a la Cruz de Jesús.

Aparecida ha resaltado el modelo ejemplar del discipulado y misión de la Virgen María, modelo para toda la Iglesia. ¿Cuánto más, el ejemplo de María ha de ser clave en la respuesta y entrega generosa de la vocación sacerdotal? Llega un momento en la vida de cada vocacionado, así como de toda persona, en la que necesitamos una fe y esperanza como la de María, pues el seguimiento de Jesús no es nada fácil: -“El que quiera seguirme que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8 34). ¿Cuál es nuestra cruz?

El joven que siente la llamada a entregar su vida a Dios en el ministerio sacerdotal, ciertamente experimenta su limitación y la respuesta no está libre de momentos dolorosos y de crisis: -“Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme, y no te angusties en tiempo de adversidad” (Eclo 2, 1-2). Miremos a María, su camino vocacional no estuvo libre de dificultades y dolores. No por nada, la Virgen es invocada bajo los títulos de Madre Dolorosa y Reina de los Mártires. Si ella que fue la Madre no estuvo exenta de sufrir junto a su Hijo, ¿Qué cosas no tendremos que enfrentar nosotros, pobres pecadores, llamados por Dios a servirle?

María se mantuvo de pie junto a la Cruz ¿Estoy también yo de pie junto a la Cruz? O por el contrario me dejo derrumbar ante el menor obstáculo en el seguimiento de Cristo. Jesús no promete lo fácil o placentero; todo lo contrario, advierte de persecuciones y sucesos dolorosos (Mt 10, 16-20). Él promete la cruz, cruz que se ha de abrazar con esperanza, con alegría. Lejos de ver la cruz como signo de muerte y maldición, Jesús no enseña que es árbol de la vida, causa de salvación y fuente de esperanza. Así también, las cruces de la vida personal, son ocasiones para participar y colaborar en la Pasión del Redentor, como lo hizo María, como lo hicieron los santos. Por esto San Pablo dirá sobre los sufrimientos que le trajo el seguir al Señor y servir a sus hermanos: -“Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por ustedes, y completo lo que falta a las tribulaciones de Cristo en mi carne, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).

Es muy probable, que mientras se esté en un proceso de discernimiento vocacional o de formación sacerdotal, se atraviesen “pruebas durísimas y dolorosas”: la muerte o enfermedad repentina de un ser amado, una crisis familiar, persecución e incomprensión, crisis personales, momentos de sequedad, oscuridad y confusión. Lo que el vocacionado debe tener presente, es que el Señor no le dejará sólo jamás: “-¿No te he mandado que seas fuerte y valiente? No tengas miedo ni te acobardes, porque Yahvé tu Dios estará contigo adondequiera que vayas” (Josué 1, 9).

En la Virgen María encontramos el ejemplo más perfecto de fortaleza en el seguimiento de Jesús. Nadie mejor que ella, supo asociarse a los dolores de Cristo. Jesús nos permite pasar por la tribulación a fin de purificar y confirmar mejor nuestra llamada, ¿por qué hemos de derrumbarnos? “Recordad cómo fueron probados nuestros padres para ver si verdaderamente servían a su Dios. Recordad cómo fue probado Abraham, nuestro padre; y, purificado por muchas tribulaciones, llegó a ser amigo de Dios. Del mismo modo, Isaac, Jacob, Moisés y todos los que agradaron a Dios, le permanecieron fieles en medio de muchos padecimientos” (Jdt 8, 21b-23). Igual lo hizo María Santísima.

Santiago en su carta también nos recuerda: -“Hermanos míos: Teneos por muy dichosos cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que, al ponerse a prueba vuestra fe, os dará constancia. Y si la constancia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna” (St 1, 2-4).

La Virgen, pese a que derramó lágrimas por sufrir junto a Jesús, mantuvo siempre la fortaleza y firmeza de la fe. Ella entendió lo que San Pablo luego puso por escrito: -“Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12, 10). No cabe duda, ¿qué impotencia y debilidad, dolor y martirio habrá experimentado la Madre Dolorosa al contemplar a su Hijo en la Cruz y enfrentar los diversos momentos de angustia a lo largo del cumplimiento de su misión?: la profecía del anciano Simeón (Lc 2, 34-35), la Huida a Egipto (Mt 2, 13-14), la pérdida y hallazgo de Jesús (Lc 2, 43-51), el camino con la cruz (Jn 19, 17), la crucifixión y muerte del Señor (Jn 19, 15-27) y su entierro (Jn 19, 41-42). Nosotros muchas veces podemos experimentar lo mismo, sin embargo, como María hemos de permanecer “arraigados y edificados en Jesús; apoyados en la fe” (Col 2, 7).

La Virgen María, con el ejemplo de su vida y su fortaleza ante la adversidad y el dolor, bien hace propias las palabras del Apóstol San Pablo: -“¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del consuelo! Él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios. Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo” (2 Co 1, 3-5). Así, ¿Quién no encontrará consuelo al ver la fortaleza de María? ¿Quién no se sentirá animado a seguir adelante en la vocación, por muchos problemas que pueda tener, si alza la vista a la Llena de Gracia?

El vocacionado debe de auxiliarse de la intercesión amorosa de la Virgen para superar con fortaleza y serenidad la adversidad. Al igual que los israelitas, en los momentos de grandes pruebas se dirigían a Dios diciendo: -“Acuérdate de Abraham, nuestro padre”; nosotros podemos decir; -“¡Acuérdate de María, nuestra Madre!”. Y al igual que ellos que se dirigían a Dios diciendo: -“No nos niegues tu misericordia, por Abraham, tu amigo” (Dn 3, 35), nosotros podemos decirle: ¡No nos niegues tu misericordia, por amor a María, tu amiga!

No tengamos miedo de ver a María, de alzar la vista a ella y decirle: “Tu que supiste lo que es el dolor, tu que supiste entregarte y seguir fielmente la llamada de Dios, aun con dificultades, enséñame a amar y servir a Dios”. Si en algún momento del camino de la vocación encontramos momentos dolorosos; si nos sentimos confundidos y cansados, temerosos o afligidos no dudemos en confiar a María nuestra respuesta generosa. Recordemos que Dios no permite que seamos probados más allá de nuestras fuerzas. Como María, nunca se debe perder la Fe y la Esperanza. Pero ¿qué entendemos por fe y esperanza? Fe es creer sin ver, y la esperanza es seguir aguardando sin desconfiar del Señor, aun cuando todo parece adverso: -“ Porque no hay nada imposible para Dios” (Lc 1, 37). María, la Virgen a quien veneramos como Dolorosa, es la Mujer de la Fe y de la Esperanza plena, esas virtudes teologales fueron las que la mantuvieron de pie, aun cuando su corazón parecía ahogarse en el más profundo suplicio. Ella creyó y esperó, de allí aquella alabanza que se le dirigió: -“Dichosa Tú que has creído” (Lc 1, 45).

¿Crees también en Dios? ¿Crees en el proyecto que te propone? Si es así, entonces ¿porque no logras enfrentar el temor y el dolor con fortaleza? ¿Por qué buscas echarte para tras ante las dificultades? –“Quien pone la mano en el arado y ve hacia atrás no es digno de mí” (Lc 9, 62). No pretendas sacar la fortaleza de tu sola fuerza, es necesario que a imitación de la Virgen, pidas este don a Dios y lo encontrarás en el mismo lugar donde lo encontró María, EN LA PERSONA DE JESÚS.

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